martes, 29 de julio de 2014

Diario de un sovietófilo (Capítulo I)

Entre las Olimpiadas, Radio Moscú y Gorbachov

No recuerdo cuándo me convertí al sovietismo. O quizás debería decir a la sovietofilia. No fue influencia de nadie ni de nada en concreto. En mi casa no se hablaba de política, nos considerábamos de izquierdas por una cuestión más identitaria que ideológica. Mis padres votaban a la socialdemocracia porque Felipe González era joven, de origen obrero y encarnaba el cambio. Pero por nada más. Mis primeros recuerdos sovietófilos datan de los años ochenta. Recuerdo haber sentido una mezcla de curiosidad y admiración viendo por la televisión imágenes fugaces de los desfiles militares en la plaza Roja, cuando la URSS era algo lejano y pretendidamente malo. Y precisamente este hecho hacía de ese país un lugar atractivo. Algo considerado lejano y malo desde la perspectiva de una cultura protoconsumista y mediocre, como lo era la nuestra, se convertía para mí en lo más parecido a un paraíso inalcanzable.

En una ocasión un compañero de colegio se rió de mí porqué en el patio de la escuela alabé la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de 1980. La imagen del osito Misha ascendiendo por los cielos moscovitas me pareció lo más majestuoso y enternecedor que había visto en mi vida. Sin embargo, él lo calificó de cursi. En aquel entonces sentía una cierta lástima por las gentes de la URSS porque nuestros medios de comunicación los trataban con un enorme desdén. Nuestra sociedad etnocéntrica hablaba de ellos con arrogancia y desprecio. Muchas películas de la época incidían una y otra vez en la perversidad de aquel lugar y del régimen que lo sostenía. Solamente los sovietófilos como yo creíamos que ese lenguaje insultante escondía la malévola intención de ocultarnos una realidad social maravillosa donde era posible ser feliz. Y esa manipulación nos parecía despreciable. Pero éramos muy pocos los que pensábamos así. Al primero que conocí con tales pensamientos fue a un compañero de clase que el día en que murió el entonces secretario general del PCUS (no recuerdo si Andrópov o Chernenko) se presentó en la escuela con un brazalete negro en una de sus mangas. Me pareció lo más admirable que había visto hacer a una persona de carne y hueso. Nosotros estábamos convencidos de que la URSS era la encarnación de lo bello, humilde, puro y honrado. Mi desafecto con mi entorno social inmediato y mi total desarraigo de la cultura en la que vivía hicieron que me sintiera como un emigrante lejos de una patria que, de hecho, nunca llegué a conocer in situ. Recuerdo también que por esas fechas me regalaron un número de la serie de cómics Mortadelo y Filemón ambientado en los Juegos Olímpicos de Moscú. Allí aprendí que el dirigente soviético se llamaba “Leónidas”. Lo de Brézhnev me costó un poco más. El tebeo me pareció un poco absurdo, daba vueltas y más vueltas a los tópicos y lugares comunes de siempre. Se reía de los soviéticos, como lo hacía todo el mundo.

El resto de recuerdos se ha ido borrando de mi memoria. Sólo han sobrevivido esas impresiones proustianas que vuelven a mí cada vez que leo algo referido a aquel momento de la historia. Y así fue pasando el tiempo, soñando despierto, escuchando en la oscuridad de mi habitación alguna que otra emisión de Radio Moscú y deseando formar parte algún día de todo aquel invento llamado Unión Soviética.

Hasta que llegó él: Mijaíl Serguéyevich Gorbachov. El hombre que tenía que poner las cosas en su sitio. No podía imaginar en aquel momento, con mis quince años recién cumplidos, que todo aquello era el principio del fin. 

Mayakovski

 Portada de El País del 12 de noviembre de 1982, anunciando el fallecimiento de "Leónidas Ilich Breznev". En aquellos tiempos era habitual que las noticias llegasen con uno o dos días de retraso desde el otro lado del Telón de Acero (Brézhnev había muerto el miércoles día 10). El diario anunciaba que la muerte del secretario general del PCUS había sido acogida por la población con "indiferencia y absoluta calma" y que no se "detectaba" en Moscú "ningún dispositivo especial de seguridad". Así mismo comunicaba que el cadáver de Brézhnev sería expuesto en la sala de las columnas del "Palacio" de los Sindicatos para luego ser enterrado en la muralla del Kremlin, "lugar reservado a los héroes de la Unión Soviética". A continuación repasaba su mandato a lo largo de los últimos 18 años destacando que "desarrolló en el poder una política de estabilidad, alejado de la brutalidad estalinista". Finalmente, la portada acababa mencionando a algunas de las personalidades que habían hecho llegar su pésame a las autoridades soviéticas: Ronald Reagan, el rey Juan Carlos I y Dolóres Ibárruri. En la foto, Brézhnev junto a Yuri Andrópov, uno de los candidatos a substituirle junto con Chernenko y "Chevarnatse". La foto de la derecha muestra a ciudadanos soviéticos leyendo el anuncio oficial de la muerte del líder soviético en una de las ventanas de la agencia oficial Tass


Portada del cómic español que parodió las Olimpiadas de 1980, una de las pocas aproximaciones al mundo soviético dirigidas a la gente joven. Abajo, una imagen de Misha, la entrañable mascota de los Juegos Olímpicos. Aparte de funerales, desfiles y encontronazos militares con el mundo capitalista, la televisión retransmitió una imagen más amable de la Unión Soviética, pese al boicot protagonizado por los EE.UU.

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